Amo el tango. Pero ha sido una incorporación reciente en mi vida.
Nací en Mallorca (España) con una madre argentina. Alguien podría pensar que sería natural que me gustara el tango por ese motivo. Pero resulta que ella es de Rosario, no de Buenos Aires, y durante su juventud el gobierno obligaba a la retransmisión de tango cada hora por la radio, interrumpiendo el resto de la programación. Con esta experiencia, para ella el tango había sido algo impuesto y por tanto, nunca se escuchó en mi casa.
Curiosamente, mi abuelo adoptivo, que había nacido en la isla vecina de Ibiza, había trabajado como marinero y había visitado Argentina. Me crié en Mallorca escuchándole tararear y canturrear tangos, especialmente «Mi Buenos Aires querido». Todavía le recuerdo con añoranza cuando escucho alguna de esas piezas.
Pero no fue sino hasta mucho más adelante, a los treinta años, que el tango verdaderamente entró en mi vida. Fue de mano de mi amigo argentino Marcelo (novio en aquel entonces), que resultó ser bailarín profesional y profesor de tango… y vivía en Ibiza. Qué curiosas coincidencias.
Me llevó a una milonga y debo reconocer que mi primera experiencia en la pista de baile fue bastante lamentable. No en vano mis habilidades de bailarina son muy rudimentarias… Pero me puse diligentemente a tomar clases para poder compartir esta experiencia con él. Y con ello descubrí una pasión propia.
Descubrí con sorpresa que el tango implica un intercambio de energías fascinante entre el hombre y la mujer. Yang y Yin, para quien esté familiarizado con la terminología oriental. Masculino y femenino. Energías que fluyen generando formas en el espacio. Musicosophia en movimiento, para quien conozca esta maravillosa técnica de origen alemán. Es un baile que requiere de una perfecta compenetración entre ambos bailarines, yo diría que cierto grado de percepción extrasensorial o telepatía por parte de la mujer para seguir al hombre… Naturalmente el hombre debe indicar los pasos que va a dar, pero la mujer debe ser capaz de percibirlo, sentirlo, incorporarlo –y luego aportar su toque de creatividad propio.
En el tango encontré lo que yo siempre deseé en un baile: algo que se bailara en un ambiente desprovisto de los ritmos desarmónicos y cambios de luces hirientes de una discoteca, a un volumen adecuado, con gente de una edad afín a la mía. Un baile con zapatos bonitos y vestidos deslumbrantes, pero que también admite ropa sencilla –aunque siempre lucen las faldas con buen movimiento, que dan placer a la vista.
Una vez dominada la técnica y entre dos bailarines bien compenetrados que sean conscientes de lo que están haciendo aparte de bailar y que lo sepan percibir, el juego del intercambio energético es una fiesta de luces y formas invisible al ojo humano –o mejor dicho: el ojo tradicional se distrae con las figuras y los vestidos pero quien tenga el tercer ojo abierto podrá disfrutar de una experiencia mucho más profunda.
Por mi parte seguiré practicando para llegar a ese nivel de soltura que me permita disfrutar totalmente de este baile que ahora tanto amo.